Jamás pensó que aquel día pudiera llegar, la amaba a la vez que la odiaba con todas sus fuerzas, pero en ningún momento enloqueció tanto como aquella vez. Por ella. Por su ausencia. Sus ojos, negros como el carbón, la buscaban absortos moviendose de un lado a otro sin éxito alguno. Enmudeció, dejó de salir a la calle porque sabía que no la iba a encontrar, se descuidaba, pasaba las noches en vela pensando que algún día la volvería ver...
La lluvia y el viento golpeaban sus ventanas aquel frío día de invierno. Después de tomar unos tragos de ginebra clavó su mirada en una pila de folios en blanco que comenzó a garabatear sin sentido. Tras usar varios folios, en algunos podía adivinarse un nombre de mujer entre los abstractos trazos. Cuando se disponía a rellenar el último folio se fue la luz, pero aun sin luz, mojó la punta de su pluma en el tintero y entre garabatos escondió de nuevo el nombre de su amada. Al terminar cogió todos los folios, hizo bolas de papel con ellos y los llevó a la chimenea, donde entre troncos los prendió haciendo arder también la madera. Sus ojos miraban fijamente al fuego de la misma manera que la miraba a ella, y poco a poco se fue acercando. Su mano cada vez estaba más cerca de las llamas, pero ya no sentía el calor, quería tocarla, acariciarla, fundirse con ella, como hacían todas las noche...
De repente una figura salió de las brasas estrechándolo y abrazándolo con todas sus fuerzas. Él no sintió dolor, era feliz, sabía quien le estaba abrazando y pronto estaría con ella para siempre.
Cesó la lluvia, volvió la luz, las noches de verano, la primavera, y ellos ya no volverían a separarse. Jamás.